Una joven con más de 2,6 millones de fans en Instagram no logra vender el mínimo de “36 camisetas” que exigía la empresa dispuesta a fabricar sus prendas

Seguidores en Instagram: más de 2,6 millones. Seguidores en Twitter: más de 350.000. Con el aval de estas cifras, la usuaria de redes sociales Arianna Renee (Miami, 2000) se aventuró a lanzar su propia línea de moda, ERA, un proyecto empresarial nacido de la “buena respuesta” que la idea, según su creadora, había tenido supuestamente entre su comunidad de admiradores.

Sin embargo, Arii, el alias que la joven de 18 años utiliza en sus redes sociales, no logró vender el mínimo de “36 camisetas” que exigía la empresa dispuesta a fabricar sus prendas para continuar con el proyecto. Su emprendimiento había sido un fiasco y así lo comunicó en Instagram el pasado 27 de mayo, en un mensaje que ya ha borrado y en el que lamentaba “que nadie hubiera cumplido la promesa” de comprar uno de sus diseños.

Por muy contundentes y tangibles que sean los números, tener una horda de seguidores que elogian con un “me gusta” cada publicación no es suficiente para ser un verdadero influencer o prescriptor de opinión. El mensaje de la confesión del fracaso empresarial de Arii, por ejemplo, tuvo unos 36.000 likes, el número mínimo de prendas que debía vender multiplicado por mil. “La burbuja de los influencers explotó hace más de un año, se ha desgastado el modelo de creer que cualquier instagramer con seguidores puede fomentar la compra de un producto o el uso de un servicio”, afirma Rafaela Almeida, autora de Influencers: La nueva tendencia del marketing online (Editorial Base, 2017) y CEO y fundadora de la agencia de marketing y comunicación BlaNZ.

El fracaso de Arii es más común de lo que puede parecer. Así lo considera José Pablo García Báez, bloguero profesional, periodista y director académico del primer máster para influencers de España. “El culpable, en estos casos, no es el influencer sino el empresario, que no ha sido lo suficientemente profesional para analizar la calidad de las publicaciones y para averiguar si el número de seguidores es real”, añade. Porque comprar followers, e incluso comentarios, es fácil y relativamente barato. Por ejemplo, 30.000 seguidores nuevos en Instagram cuestan unos 150 euros, y 200 comentarios personalizados, poco más de 50.

Pero puede que los seguidores sí sean reales y, que pese a ello, no secunden las recomendaciones del supuesto influencer. Es lo que, según la propia Arii, le ocurrió a ella. “Nunca he comprado seguidores en los cuatro años que llevo en redes sociales, me he ganado cada uno de los que tengo”, afirmó en una publicación en Instagram el pasado 30 de mayo, en la que se desdijo del mínimo de 36 camisetas y elevó la cifra de ventas a 252, un total de 36 por cada uno de los siete modelos que asegura que presentó. Suponiendo que diga la verdad, ¿por qué, entonces, su prescripción ha surtido tan poco efecto?

“La opinión de un influencer solo es creíble si es conocedor del mercado o producto que recomienda”, explica Rafaela Almeida, que cree que existe actualmente una forma errónea de enfocar las campañas de marketing de influencers. Según la publicista, “hay una confusión entre el marketing de influencia y la publicidad: el primero pretende fomentar la recomendación de productos a partir de una experiencia propia, mientras que la publicidad no requiere dicha experiencia, sino solo la repetición de un mensaje y hacer ruido”.

Por ello, confiar en que un instagramer famoso pero sin experiencia sepa definir y destacar un producto “es un error garrafal”. “Hay muchas celebrities consideradas influencers que han fracasado en la creación de marcas propias, y sin embargo, crean tendencia para otras marcas solo como modelos”, subraya la experta en marketing.

Un ejemplo que ilustra la importancia de la relación entre la especialización de los influencers y su capacidad de influencia es la campaña que hizo el pasado marzo en París la empresa de telefonía Huawei para presentar el modelo P30. “Solo de España [Huawei] ha desplazado a 150 personas, entre periodistas, blogueros, youtubers, influencers y modelos web, casi todos/as relacionados con el mundo de la moda, cuya sapiencia tecnológica quedará en entredicho a la vista del interés que ponen en sus vestimentas y a la escucha de los parlamentos con que obsequian a sus fans de Instagram”, escribió en su crónica el periodista de EL PAÍS Ramón Muñoz, que acudió al evento.

Aunque no existen datos sobre el resultado que obtuvieron los influencers, Rafaela Almeida cree que una campaña de este estilo puede terminar perjudicando a la marca. “Si estás pensando en comprar en un teléfono móvil de más de 1.000 euros, no te interesa una foto con la Torre Eiffel de fondo, que puede estar retocada con filtros, sino que quieres conocer, por ejemplo, las características de la cámara que incorpora el teléfono”, explica.

En el caso de Arii, sus seguidores son personas que, según la joven, no mantienen su palabra.

Aunque la única certeza es que la promesa que no han cumplido es la de comprar sus camisetas. Y eso, en lenguaje empresarial, se traduce en escasa influencia.

Fuente: www.elpais.com

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